lunes, 7 de febrero de 2011

Silencio compartido

Sudadera de mi padre, vaqueros anchos, abrigo negro, deportivas cómodas (mis favoritas), pañuelo en el cuello y mi mochila, como siempre, llena hasta arriba. El barrio gótico, el mercado de la Boquería, la Sagrada Familia, el parque Güell, dejar que los pies me lleven sin hacer mucho caso a la cabeza... Así se presentaba el fin de semana.

Ruido, belleza, calles, cansancio, gente, sol, intimidad, aprendizaje, silencio...

Con mis ganas de conocer Barcelona casi satisfechas, me paseaba por la ultima parada de mi viaje, disfrutando del paisaje. Había muchos turistas pero, al fin y al cabo, yo era una más. Estaba cansada de andar pero quería sentarme en un sitio mas tranquilo así que seguí subiendo y bajando las cuestas. En una de las bajadas, vi a un chico que observaba atentamente las vistas de la ciudad. Estaba sentado y entre sus manos tenia un bolígrafo y una imagen que plasmaba lo que veía. Tenia expuestos sus dibujos pero en vez de pararme a mirarlos, me senté cerca sin pensarlo.

En medio de la soledad apacible en la que me encontré ese fin de semana, también tuve compañía.

Cuando me senté cerca del dibujante me dí cuenta de por qué había elegido ese lugar. Estaba solo. Quise acompañarlo, quise que me acompañara. Compartir, en silencio, el tiempo que transcurría. El se fundía con su pintura. Yo disfrutaba del sol y de la grandeza de una ciudad tan bonita. Alguna foto, algún pensamiento que escribir, pero no había necesidad de palabras. Era algo perceptible.

El reflejo del sol en el tejado de enfrente iba cambiando poco a poco. A ratos se escuchaba música. La gente se paraba a mirar sus dibujos y continuaban su camino. Pasó mucho tiempo. Tiempo que nos acercaba. El silencio que compartíamos nos unía. Sin darnos cuenta formábamos parte de una imagen. Del paisaje. De esa ciudad. Daba igual de donde viniésemos cada uno. Allí estábamos.

Él rompió el silencio que al principio había sido suficiente. Ese silencio que era agradable pero parecía inquebrantable. Y así, sin más, surgió la conversación. El tiempo de compañía había hecho que tomáramos confianza. Que hablar con ese chico, del que nada sabia, fuese muy fácil. Tanto, que me resultaba difícil dejar de explicarle mis pensamientos, mi forma de ver la vida... No sólo fue sencillo y cómodo, fue tan agradable que dejó una sonrisa en mi cara el resto del día. Estábamos conectados sin haberlo provocado de alguna forma.

Toda experiencia que vivimos tiene un mínimo de acción sobre nosotros, pero nos cerramos. Nos cerramos a vivir. Pasamos por la vida centrados solo en nuestras cosas, sin pararnos a mirar que es lo que nos puede ofrecer cada momento. En ese parque, en ese momento, viví algo especial. Algo diferente. Algo que hizo que acabara mi fin de semana con una gran sensación de felicidad. Algo que ha hecho que cuando piense en Barcelona, recuerde lo bonito que es abrirse a la vida.

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