lunes, 28 de febrero de 2011

Motivos suficientes.

Izan. Un año y unos meses. Un niño alegre de ojos curiosos, pestañas largas y manos grandes para su tamaño. Esa tarde mi hermano necesitaba que cuidara de su hijo.

Me pasaría horas observándole. Es pequeño aún, pero muy inteligente. Sabe como llamar la atención y como conseguir las cosas que quiere. Se da cuenta del cambio que hay en mi mirada cuando llora. Es un llanto limpio. No arrastra nada. Es diferente al de las personas cuando dejan de ser niños...

También la forma de reír cambia al crecer. Cuando somos niños, reímos mucho mas. Al hacernos mayores nos acostumbramos a las cosas que nos  gustan y dejan de hacernos ilusión. Nos preocupamos por controlar el llanto y, por costumbre, lo hacemos con la risa.

Cuando escucho la risa de mi sobrino, escucho vida. Felicidad sincera y real. Olvida lo que le ha hecho llorar. Sonríe al ver la belleza del cielo, la gracia de los saltitos de un pájaro o la gota de rocío sobre el pétalo de una flor. Ríe con los colores que hay en los días soleados o  con la lluvia que cae en los charcos, con los dibujos que hacen las hojas muertas al caer del árbol en otoño, con el vuelo de las mariposas en primavera, con el movimiento que tiene el césped cuando sopla el viento de la mañana...

Esos detalles existen también en nuestras vidas. Vidas de adultos. ¿Porqué no nos paramos a disfrutar de ellos? No es que dejen de gustarnos, es que ya no nos parecen importantes. No nos hacen ilusión y dejamos de prestarles atención, pero esos detalles hacen que el mundo tome forma. Se nos olvida que esos movimientos, casi imperceptibles, de la tierra tenían un poder muy grande sobre nosotros. Cuando éramos niños, nos hacían sonreír.

Pero esa capacidad de disfrutar, sigue existiendo en nosotros. Esa capacidad de ser feliz de forma sincera, simplemente por escuchar como cae la lluvia o ver el color que pinta el cielo al atardecer. Esa capacidad de ilusionarnos con las cosas que ocurren cada día. Los años son solo una forma de contar el tiempo. Sigo siento la niña rubia de ojos grandes que era. Dentro de mí sigue existiendo esa ilusión infantil que, no solo provocaba mis sonrisas, sino las de los que me observaban. Ahora tengo otro cuerpo y mas motivos. Tengo un conocimiento real de lo que importan las cosas. Una conciencia de su valor.

Miro a Izan y sonrío. Su existencia me hace feliz. Este niño que apenas habla, hace que me de cuenta que yo también fui como él. Así que no puedo hacer más que abrazarle y agradecerle entre besos, su forma de enseñarme. Su forma de hacer que busque en mi interior y encuentre, en un lugar menos escondido de lo que pensaba, esa forma de disfrutar de las cosas pequeñas. Esas que, en un mundo de adultos, parecen invisibles.

lunes, 7 de febrero de 2011

Silencio compartido

Sudadera de mi padre, vaqueros anchos, abrigo negro, deportivas cómodas (mis favoritas), pañuelo en el cuello y mi mochila, como siempre, llena hasta arriba. El barrio gótico, el mercado de la Boquería, la Sagrada Familia, el parque Güell, dejar que los pies me lleven sin hacer mucho caso a la cabeza... Así se presentaba el fin de semana.

Ruido, belleza, calles, cansancio, gente, sol, intimidad, aprendizaje, silencio...

Con mis ganas de conocer Barcelona casi satisfechas, me paseaba por la ultima parada de mi viaje, disfrutando del paisaje. Había muchos turistas pero, al fin y al cabo, yo era una más. Estaba cansada de andar pero quería sentarme en un sitio mas tranquilo así que seguí subiendo y bajando las cuestas. En una de las bajadas, vi a un chico que observaba atentamente las vistas de la ciudad. Estaba sentado y entre sus manos tenia un bolígrafo y una imagen que plasmaba lo que veía. Tenia expuestos sus dibujos pero en vez de pararme a mirarlos, me senté cerca sin pensarlo.

En medio de la soledad apacible en la que me encontré ese fin de semana, también tuve compañía.

Cuando me senté cerca del dibujante me dí cuenta de por qué había elegido ese lugar. Estaba solo. Quise acompañarlo, quise que me acompañara. Compartir, en silencio, el tiempo que transcurría. El se fundía con su pintura. Yo disfrutaba del sol y de la grandeza de una ciudad tan bonita. Alguna foto, algún pensamiento que escribir, pero no había necesidad de palabras. Era algo perceptible.

El reflejo del sol en el tejado de enfrente iba cambiando poco a poco. A ratos se escuchaba música. La gente se paraba a mirar sus dibujos y continuaban su camino. Pasó mucho tiempo. Tiempo que nos acercaba. El silencio que compartíamos nos unía. Sin darnos cuenta formábamos parte de una imagen. Del paisaje. De esa ciudad. Daba igual de donde viniésemos cada uno. Allí estábamos.

Él rompió el silencio que al principio había sido suficiente. Ese silencio que era agradable pero parecía inquebrantable. Y así, sin más, surgió la conversación. El tiempo de compañía había hecho que tomáramos confianza. Que hablar con ese chico, del que nada sabia, fuese muy fácil. Tanto, que me resultaba difícil dejar de explicarle mis pensamientos, mi forma de ver la vida... No sólo fue sencillo y cómodo, fue tan agradable que dejó una sonrisa en mi cara el resto del día. Estábamos conectados sin haberlo provocado de alguna forma.

Toda experiencia que vivimos tiene un mínimo de acción sobre nosotros, pero nos cerramos. Nos cerramos a vivir. Pasamos por la vida centrados solo en nuestras cosas, sin pararnos a mirar que es lo que nos puede ofrecer cada momento. En ese parque, en ese momento, viví algo especial. Algo diferente. Algo que hizo que acabara mi fin de semana con una gran sensación de felicidad. Algo que ha hecho que cuando piense en Barcelona, recuerde lo bonito que es abrirse a la vida.